Podemos tener amigos

El refranero es copioso a la hora de sentenciar que nuestras compañías nos definen: dime con quién andas y te diré quién eres; allégate a los buenos, y serás uno de ellos; no con quien naces, sino con quien paces; con cual te hallares, con tales te haré; dos que duermen en una misma habitación se vuelven de la misma condición; el que con lobos anda a aullar aprende. Incluso cabría recordar que de lo que se come, se cría, y hasta evocar a Ortega y Gasset, porque nosotros somos nosotros y nuestras circunstancias.

Podemos y sus amigos parecen ajustarse a la sabiduría popular: se juntan con lo peor de cada casa. Y hasta de cada continente, puesto que en el Parlamento Europeo se alinean con los fascistas de Marine Le Pen, siempre contra el libre comercio.

Esto no es ninguna novedad. En la década de 1930 el antiliberalismo unió a fascistas europeos con políticos democráticos en todo el mundo. Las políticas intervencionistas de los nazis fueron elogiadas dentro y fuera de Alemania. Mussolini calificó a Roosevelt como “un verdadero fascista”. Y Hayek lamentó en Camino de servidumbre que numerosas políticas anticapitalistas defendidas por Hitler habían sido aplaudidas en Gran Bretaña, cuyos ejércitos aún combatían entonces contra Alemania.

En nuestros días Nicolás Maduro despotrica contra los fascistas mientras aplica medidas que son réplicas de las adoptadas por el fascismo, como las nacionalizaciones y los controles de precios en muchos mercados, con el inevitable resultado de pobreza y desabastecimiento. Lo vivieron nuestros mayores en la España del estraperlo, otro producto típico del antiliberalismo, del que hay bastantes testimonios en otros países que padecieron lo que Hayek llamaría “el socialismo de todos los partidos”.

En consecuencia, no es casual que Podemos haya buscado amigos entre comunistas y fascistas, unidos por su odio al mercado.

Aparte de sus amistades políticas, Pablo Iglesias y sus secuaces se acercan a grupos económicos marcados también por características antiliberales comunes. Sienten simpatía hacia los okupas, que violan nada menos que el derecho de propiedad privada de las viviendas, y reclaman más gasto público, es decir, más quebrantamiento del derecho de los trabajadores a disponer de sus ingresos. Además, se han destacado últimamente por respaldar a estibadores y taxistas.

No se trata de colectivos cualesquiera, sino de grupos favorecidos por la intervención pública, que los privilegia limitando el acceso a ambas actividades, y dificultando o prohibiendo la competencia. Esto brinda beneficios para los privilegiados que los disfrutan, pero perjudica al conjunto de los ciudadanos, encareciendo sus bienes y servicios, o impidiendo su abaratamiento o mejora en su calidad. Es difícil argumentar que esto equivale al progreso, y, en cambio, es fácil encontrar paralelismos entre esas políticas antiliberales y las practicadas por regímenes reaccionarios. Por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, recomienda limitar por ley el precio de los alquileres, es decir, lo mismo que hizo la dictadura franquista.

El caso de Podemos es, pues, claro y deplorable. Pero siempre puede haber excepciones, porque el millón de amigos que quería tener Roberto Carlos no serían, digo yo, todos iguales. Y se me ocurre una refutación al viejo refrán: dime con quién andas y te diré quién eres. Después de todo, los amigos de Judas eran irreprochables.