Hacienda y polizones

Herederos de la tradición de Samuelson/Musgrave, numerosos economistas tienden a pensar que los bienes son públicos o son privados. Estos últimos deben funcionar bajo condiciones de competencia perfecta: en caso contrario no funcionan bien, porque aparecen los llamados fallos del mercado. Los bienes públicos, en cambio, deben ser financiados mediante impuestos, o su oferta nunca será la adecuada, porque aparecen los incentivos al intrusismo de los free-riders, polizones que disfrutan de bienes y servicios sin pagar.

Unos pocos desafiaron el pensamiento único y demostraron que los bienes públicos pueden ser suministrados mediante sistemas privados que evitan el free-riding; fue el caso de Coase, Demsetz o Buchanan, por ejemplo. En la línea de Buchanan se inscribe un interesante economista con nombre de genio de la música: Richard E. Wagner, catedrático de la Universidad George Mason y autor de trabajos sobre elección colectiva y hacienda pública. Hace unos años sostuvo que el free-riding no es una cualidad inherente de los bienes públicos sino un artefacto institucional (Richard E. Wagner, “Public Finance without Taxation: Free-Riding as Institutional Artifact”, Department of Economics, George Mason University, GMU Working Paper in Economics No. 13-05, marzo 2013).

La clave de la cuestión estriba en que esa característica “resulta ocultada por la dicotomía estándar entre bienes públicos y privados”. Si sólo hay dos procesos, entonces en el de mercado el consumo se produce sólo como resultado de un intercambio de dinero por bienes o servicios, mientras que el proceso público es necesariamente no excluyente: “un oferente suministra el servicio y espera un pago aunque el servicio pueda ser consumido sin pagar”. El free-riding oportunista es inevitable.

Wagner recuerda, como sus predecesores ya mencionados, que la organización voluntaria puede suministrar bienes públicos evitando los parásitos free-riders. Todos los capítulos del Estado de bienestar podrían ser privados y financiados voluntariamente por los ciudadanos, y de hecho lo fueron en muchos países hasta mediados del siglo XX. Sólo un prejuicio lleva a concluir que como el Estado brinda educación, entonces sin Estado se extendería el analfabetismo. Esto vale para cualquier ejemplo que nos puedan poner, desde los faros hasta la defensa.

Por otro lado, explora el impacto de la ideología sobre los sentimientos de las personas, y cómo la propaganda oficial nos puede inducir a aceptar lo que en su ausencia no aceptaríamos. Es típicamente el caso de los impuestos, presentados como coacciones imprescindibles para la obtención de bienes públicos que todos valoramos. Sin embargo, aclara Wagner: “La fiscalidad no se impone porque es la única manera de financiar actividades colectivamente útiles. Se impone porque el poder de los Estados modernos puede usar este método de finanzas públicas. Agentes suficientemente poderosos pueden arrebatar a otros lo que desean de modo más barato que si negociaran con ellos para lograr su consenso, y esta es la realidad economizadora de la financiación mediante impuestos”.