Impuestos contra el pecado

Los vicios son malos para muchas cosas, pero no para la fiscalidad, porque la demanda de los bienes y servicios con los que son satisfechos es inelástica. Precisamente por eso, porque varía poco si el precio cambia, las Haciendas de todo el mundo buscan en los vicios una gran fuente recaudatoria.

Como su hipocresía no tiene límites, los Estados alegan que los impuestos sobre los vicios procuran cuidar de nuestra salud, más las consabidas externalidades negativas que generamos con nuestras desviadas conductas cuando conducimos, fumamos, bebemos, etc. Pero ocultan la verdad: precisamente como la demanda es inelástica, el mismo Estado que encarece nuestros vicios para que no incurramos en ellos sabe que no le haremos caso; de hecho, si le hacemos caso, se derrumbará la recaudación.

La excusa de la salud es bien conocida, y últimamente arrecian los intentos de quitarnos aún más dinero por la comida sana o la increíblemente llamada “epidemia de obesidad”. La obesidad es cualquier cosa menos una epidemia, pero la retórica alarmista es imprescindible para desactivar la resistencia ciudadana.

Nunca huérfanos de iniciativas para vaciar nuestros bolsillos, los políticos van ampliando su virtuoso abanico de los llamados “impuestos contra el pecado”. En ese supuesto paraíso liberal, Estados Unidos, hay un impuesto al sexo en Utah y otro a los naipes en Alabama. Con la crisis, y la caída de los ingresos, se van añadiendo más y más capítulos a los clásicos del tabaco, el alcohol y el juego. Según dicen A.J. Hoffer, W.F.Shughart y M.D.Thomas, 33 estados de EE UU aplican impuestos a las bebidas sin alcohol (“Sin taxes. Size, growth, and creation of the Sindustry”, Mercatus Center). Y es clara la hostilidad a todo lo azucarado, y a la mal llamada “comida basura”, que en realidad es comida barata: pretendiendo proteger a los pobres, los atacan.

Los argumentos en favor de estos impuestos son endebles y acomodaticios. Por ejemplo, ahora se nos dice que los tributos sobre los combustibles son para cuidar el medio ambiente, cuando hace no mucho se nos aseguraba que eran para mantener las carreteras: “la justificación para gravar los bienes-pecado a menudo tiene bases paternalistas y normativas: los políticos eligen mejor que los individuos”. Las consecuencias, además, pueden ser paradójicas: gravar los restaurantes de comida barata puede fomentar que se cocine y coma más en casa, sin garantía de que eso sea más saludable.

Asimismo, la propia intervención genera oportunidades de lobbying por parte de los empresarios afectados, o de otros que se pueden beneficiar del ataque contra algunos grupos, actividades socialmente no rentables.

Por fin, como hemos apuntado, los sin taxes recaen desproporcionadamente sobre los pobres, y reprimen generalizadamente a la ciudadanía: H.L. Mencken definió hace muchos años el puritanismo como “el inquietante temor a que alguien, en alguna parte, pueda ser feliz”.