Cataluña, clanes y libertades

Cuando amenaza la reacción bajo la forma de ideas primarias y colectivistas, como el populismo, el comunismo y el nacionalismo, quizá convenga volver la vista atrás.

El jurista e historiador inglés Henry Sumner Maine habló del paso “del estatus al contrato”. Esta idea, con ecos de las dos nociones de libertad de Benjamín Constant, significa el reemplazo del mundo antiguo, donde no prima el reconocimiento del individuo sino los lazos con el grupo, por el mundo moderno, centrado en las personas autónomas, que se relacionan y contratan libremente con cualquiera.

Mark S. Weiner, en su libro La regla del clan, Lo que una antigua forma de organización social revela sobre el futuro de la libertad individual, dice que grandes peligros para la libertad, como el comunismo y el islamismo, pretenden retroceder, y que la sociedad regrese a su pasado clánico, comunal, opresivo e igualitario.

El comunismo es la vuelta al clan: no es casual que una destacada líder de la CUP, Anna Gabriel, haya recomendado tener hijos en grupo, sin matrimonio; desde siempre el antiliberalismo ha odiado la familia, por la importancia que tiene a la hora de proteger a las mujeres y los hombres libres.

Del odio a la libertad que profesan los comunistas hay pruebas más que suficientes. Dice Weiner: “La centralización de la autoridad política en el Partido Comunista, la abolición de la propiedad privada, la pesadilla de la vigilancia del Estado soviético, todo eso formó parte de un esfuerzo para recrear un mundo de solidaridad clánica mediante la coerción de la ley. El esfuerzo llevó a la esclavitud, a una nueva sociedad modernista del estatus que subsumió al individuo dentro de las demandas del grupo”.

Pero el clan siempre está con nosotros, y en las sociedades más liberales “los clanes son retratados a menudo con tonos llamativamente positivos, cuando son una forma social y legal profundamente antiliberal”. Menciona la película Avatar, pero también el valeroso clan de los volsungos en El anillo del Nibelungo. Wagner influyó en socialistas, anarquistas y nazis, porque es sencillo pasar del clan germánico como símbolo de la nueva sociedad a buscar una “sociedad cuyos principios de justicia social sólo atañen a los descendientes de las tribus germánicas viviendo para un estado nacional poderoso dirigido por líderes heroicos”. La izquierda en tiempos recientes ha fomentado el indigenismo y sus “luchas”, de forma análoga a como los nazis admiraron la organización de los indios norteamericanos.

Así como la comprensión de los antiliberales más brutales y criminales, los terroristas islamistas, requiere considerar su funcionamiento como clan, porque su matriz intelectual se ajusta a esa organización primitiva, ese análisis es provechoso para todos los movimientos antiliberales, pacíficos o no, democráticos o no, como sucede en Cataluña con el nacionalismo.

En el caso catalán hemos visto al nacionalismo esgrimir, con descaro y falsedad, banderas como si fueran propiedad exclusiva. Pretende ser el paradigma de la democracia, cuando anhela privar a la mitad del pueblo de su “derecho a decidir”. Asegura ser la garantía de la prosperidad, cuando su intervencionismo es garantía de lo contrario. Alega ser opuesto al franquismo cuando sus ribetes fascistas son notorios. Y se proclama defensor de la libertad cuando es su principal victimario.

Hablando de “el problema catalán”, escribía en El País Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona: “El problema catalán es creer que hay un problema catalán, el que nos cuentan los nacionalistas. El problema es una ideología reaccionaria y radicalmente antigualitaria y, si quieren completar el cuadro, el respeto acomplejado de una izquierda incapaz de criticarlo”.

Se habla del éxito del nacionalismo catalán más radical y secesionista, que hace poco era minoritario, y ahora representa a la mitad de la sociedad. Sin embargo, después de décadas de uso y abuso del poder político, con una constante intoxicación nacionalista en la enseñanza y los medios de comunicación, lo realmente notable es que no hayan podido arrasar del todo con el solapamiento habitual de las identidades nacionales, que hacen que la mitad de los habitantes de Cataluña se sientan a la vez catalanes y españoles.

Una y otra vez se nos repite que esa mitad del pueblo, esos resistentes, tienen una debilidad, porque resulta que sus voces no se oyen tanto como las de los otros, porque no son visibles, porque no se manifiestan, no protestan, etc. Este diagnóstico es injusto, y desconoce la realidad catalana y la opresión a la que someten a sus súbditos los gobernantes de Cataluña y sus aliados.

Mark Weiner ilustra la relación entre clanes y totalitarismo, y la noción de clan encaja con la ideología y la política del nacionalismo, que parte de la primaria base de que sólo valen los propios del clan, y todo vale en contra de los ajenos que no se pliegan.

De ahí la colectivización de la cuestión nacional, con una movilización constante que machaque con la idea de que, si se movilizan, son buenos y son todos. Esto es típico del fascismo y el comunismo, siempre con “el pueblo en la calle”. Los amigos de la libertad, en cambio, suelen recelar de los comportamientos gregarios, y sobre todo en circunstancias donde “el pueblo” es utilizado para justificar cualquier hostilidad, por ejemplo, las algaradas, violencias, y acosos mediáticos y callejeros. En cambio, los colectivistas, y lo vemos en Cataluña, ponen un énfasis considerable en la propaganda, nos dice el profesor Antonio Elorza, “para compensar la ilegalidad del objetivo con la imagen de una adhesión universal al mismo de la población catalana”. Dado que el clan lo es todo, para los miembros del clan no hay en realidad, y no puede haber, catalanes genuinos que no sean secesionistas. Si algunos rechazan el independentismo, eso significa que, como proclamó Frantz Fanon en una sus frases más siniestras, son cobardes o traidores.

 

(Artículo publicado en La Razón en dos partes, el 12 y el 15 de septiembre de 2017.)