Grecia: premios y castigos

 

Es fácil compartir la melancolía con la que editorializó ayer el Wall Street Journal: pase lo que pase en el referéndum del domingo, el resultado de todo este lío va a ser malo, para griegos y no griegos. Pero cabe un matiz: los que vamos a perder vamos a ser los ciudadanos, aunque no sabemos aún en qué medida y cómo se repartirá el coste en la eurozona; en cambio, los políticos pueden ganar, aunque, análogamente, en este momento ignoramos el monto del premio y cómo se va a repartir.

De entrada hay dos posibilidades: o se rompe la baraja o no. Si se rompe, el coste será soportado por los ciudadanos griegos y, en la medida en que este hecho sea percibido como tal, también por sus actuales gobernantes y por sus simpatizantes fuera de Grecia. No es casual que Podemos haya convocado manifestaciones de apoyo “al pueblo griego” –se refieren al poder político sito en Atenas, no a la población helena, y sobre todo a su propio poder potencial en España, que quedaría dañado si las huestes de Pablo Iglesias son identificadas con las que han empujado a Grecia fuera del euro, al default, la devaluación, la recesión y la inflación.

La forma de repartir los costes políticos en caso de Grexit es echarle la culpa a otros: de ahí viene la demagogia de demonizar a Angela Merkel, y a tratar a los alemanes como si fueran nazis –todo el mundo, razonablemente, protestaría si a los españoles nos trataran como a franquistas o a los italianos como a fascistas. Paradigma de esta actitud fue el señor Monedero, identificando a la “troika” con las S.S., en lo que además reveló ignorancia de su propia disciplina: él debería saber que los nazis tuvieron con los comunistas más coincidencias que diferencias, porque los unía su odio al liberalismo, al capitalismo y al mercado.

Una muestra típica de elusión de responsabilidades es el propio referéndum, con el cual el gobierno griego pretende trasladarle al pueblo parte del coste de su propio fracaso si salen del euro, mientras procurará reservarse una cuota mayor del éxito si hay finalmente un acuerdo.

Los acreedores de Grecia, que también son todos políticos, y, por tanto, reos de toda sospecha, se dan cuenta de la jugada, y por eso procurarán impedir que el coste del Grexit les afecte: su estrategia consiste en machacar con la idea de que ellos han hecho todo lo posible para evitar un desastre que, si se produce, sólo habrá de ser atribuido a Tsipras y sus camaradas populistas.

En la segunda alternativa, es decir, que la baraja no se rompa, el mecanismo es similar: se trata de utilizar la propaganda y el chantaje para conseguir dos tipos de beneficio, el económico, en el sentido de que sea la otra parte la que cruja relativamente más (y más visiblemente) a sus súbditos con más impuestos, y el político, en el sentido de poder presentarse como un salvador de modo más ostensible que el rival.

Es  fundamental la propaganda, que debe girar en torno a la idea de que Grecia ha sufrido muchos ajustes, muchos recortes sociales y está abrumada por unas deudas que no puede pagar. Nada de esto es verdad. No sólo el gasto público es en Grecia de los más altos de la UE sino que también lo es el gasto social: el 32, 1 % del PIB, mientras que en Portugal es el 26,9 % y en España el 25,9 %, como aclaró ayer el profesor Clemente Polo en Expansión. También en pensiones el gasto griego es relativamente mayor al de los países de la península ibérica. En cuanto al pago de intereses, Grecia asigna a ese capítulo menos que España, y la mitad que Portugal.

Habiendo varios jugadores, el hecho de que todos sean políticos, es decir, que todos puedan jugar con la libertad y los recursos ajenos, no es descartable el clásico acuerdo en el último minuto. Después de todo, y a pesar de la retórica, no hay tanta diferencia entre las recomendaciones intervencionistas de unos y otros, incluyendo el FMI y el BCE: la diferencia, repito, es en el reparto de los costes, y no estriba en que unos apuesten por la libertad y otros por la coacción.

El siempre posible “final feliz”, por tanto, estribaría en dar la sensación de que se cede pero no se cede: los de un lado alegando que preservan la soberanía y los del otro aduciendo que han conseguido imponer la seriedad a unos díscolos con los que están, por cierto, fundamentalmente de acuerdo. Así, Europa se habría salvado, y los ciudadanos, como siempre, respirarán aliviados creyendo que otros van a pagar la cuenta.

(Artículo publicado en La Razón.)