Julio Verne y la comunidad primaria

Hace diez años, traje a este rincón de Expansión una novela empresarial de Julio Verne: Aventuras de un niño irlandés, de 1893(https://bit.ly/3f53npO). Comprobamos entonces que el célebre novelista francés fue capaz defender la propiedad privada y el comercio al mismo tiempo que la moral, la honradez, y la justicia. Hoy quiero recordar otro libro suyo, de 1888, también protagonizado por niños, que se ven sometidos al rigor de constituir una comunidad primaria: Dos años de vacaciones.

Una quincena de chicos, de entre ocho y catorce años, naufragan en una isla desierta. Es un contexto robinsoniano, pero no en soledad, porque los chicos deben organizarse y formar una comunidad en el seno de algo parecido al estado de naturaleza, es decir, sin autoridad y sin ley. Es el contexto en el que William Golding, sesenta años más tarde, iba a situar El señor de las moscas, cuyo desenlace es la violencia y la disolución de la sociedad (https://bit.ly/3ScXlSe).

No es esa la conclusión de Verne en Deux ans de vacances, que apunta en el sentido opuesto, a saber, como argumentó Adam Smith a mediados del siglo XVIII, el Estado de naturaleza no convoca necesariamente a la brutalidad antisocial sino al revés: los impulsos sociales de la simpatía prevalecen y garantizan la supervivencia del grupo humano. Lo probó en la práctica el accidente de los Andes de 1972, magistralmente relatado por Pablo Vierci en La sociedad de la nieve, que constituye una notable demostración empírica de la falsedad de que la sociedad libre desemboca inevitablemente en la guerra hobbesiana de todos contra todos (https://bit.ly/3Sdt9Gp).

Estos niños reproducen una sociedad civil, y también política, puesto que eligen un jefe, siempre abierto al cuestionamiento de los “ciudadanos”, y siempre con un poder temporal. Su comunidad protege los valores tradicionales y se ocupa de que todos cumplan con el estudio, el trabajo y la religión. Conviene insistir en que la comunidad infantil se encuentra en lo que es cualquier cosa menos un paraíso, y los niños son humanos, no ángeles. Pero sobreviven a circunstancias muy adversas y logran derrotar a peligrosos malhechores. Concluye el libro: “sépanlo todos los niños: con orden, celo y valor, no hay situaciones, por peligrosas que sean, de las que no pueda uno salir con bien”.

Una vez más, tenemos en Julio Verne el contraejemplo del pensamiento único antiliberal, que repite incansable la cantinela según la cual no hay convivencia pacífica en libertad, porque los seres humanos libres sólo tendemos al daño recíproco, lo que supuestamente exigiría la intrusión del poder político en nuestros derechos y libertades. No era verdad en tiempos de Verne, y no lo es ahora.