Una batalla progre tras otra

La última película de Paul Thomas Anderson, Una batalla tras otra, es, según el Esquire, “la más controvertida del año”, mientras que el Wall Street Journal añadió: “habrá debate sobre si es una obra maestra o un batiburrillo”. Ahora bien, entre los críticos y los progres, valga (casi) la redundancia, no hay discusión alguna: están encantados. No sólo saludan el talento impar del director sino que dan gracias a Dios, con perdón, porque finalmente ha regresado el cine político y de “compromiso”, es decir, el cine de izquierdas, antiliberal, anticapitalista, y antiamericano.

Como sabe cualquiera, ese cine no ha renacido porque nunca murió, pero es cierto que aquí está presente hasta extremos que pueden estar revueltos, sí, pero en una misma dirección. Así, si la historia original de Thomas Pynchon apuntaba contra Reagan, Anderson la adapta contra Trump. Son tan malos, tan fascistas, que, en fin, la violencia terrorista contra ellos es comprensible, si no justificable. Además, el bruto policía y la idealista criminal son tan parecidos que hasta ligan. Por no faltar, aquí no faltan ni monjas revolucionarias, ni indios buenos, ni capitalistas perversos, ultraderechistas y racistas, agrupados en una sociedad secreta con el apropiado nombre de Club de Aventureros Navideños.

Anderson, sin embargo, tiene dos virtudes obvias: es inteligente y es un gran cineasta. Y por eso lo que vemos es más que una mera “oda al terrorismo radical”, como observó Michael Lucchese en Law & Liberty.

Los espectadores nos identificamos con Bob (un gran Leonardo DiCaprio) y con su defensa de su hija y de los inmigrantes, y simpatizamos con su forzado regreso al mundo terrorista, 16 años después de haberlo abandonado, para cuidar a la niña que piensa que tuvo con su enamorada, que justamente se llama (la enamorada) Perfidia.

Lucchese observa con acierto que el choque entre presente y pasado, y el choque generacional entre padre e hija, brinda el grueso del humor brillante que a veces despliega la obra. Le dijo el propio Anderson al Esquire: “Nadie puede dejar atrás lo inevitable, lo que para Bob es ser padre y encarar a la nueva generación que le sigue”. Hablando de seguir y conseguir, la desopilante secuencia en la que Bob no logra recordar las contraseñas para contactar a sus antiguos compañeros de armas es tan genial como la bellísima persecución por unas carreteras ondulantes y vertiginosas.

No hay finura de análisis, pero acaso tampoco cabe exigir a los artistas progres, valga otra vez la redundancia, que reflexionen sobre si la libertad de inmigración es incompatible con el Estado de bienestar. Eso, que detectó Milton Friedman hace medio siglo, aún permanece en la penumbra para numerosos analistas.

Una batalla progre tras otra. Y más.