Impuestos como precio

Las amenazas progresistas de más impuestos al diésel y de subir las cotizaciones a los autónomos habían forzado a Pauper Oikos a emprender cuarenta días de ayuno. Pero lo que ya colmó el vaso (de agua, porque no bebía otra cosa), fue encontrarse con su amigo Aarón Fluvial, de la Plataforma de Economistas a Favor del Saqueo, que lo amonestó severamente así:

—¡Detente, pecador! Los impuestos son el precio de la civilización. Sin ellos, el sector público no proporcionaría seguridad jurídica, cohesión social, seguridad ciudadana, infraestructuras, educación, y hasta la recogida de nuestras basuras. Pagar impuestos es consustancial a nuestra forma de entender la vida en sociedad. La libertad y los derechos tienen un coste, y ese coste son los impuestos.

—Creo que es un disparate —protestó el reportero de Actualidad Económica—. Los impuestos no son un precio porque no surgen de ningún mercado, y prácticamente todo lo que “proporcionan” lo tendríamos a través del comercio y los contratos en la sociedad civil. Pagar impuestos no tiene que ver con nuestra forma de entender la vida: los pagamos porque si no lo hacemos vamos presos. Si los impuestos fueran voluntarios ya verías cómo “entenderíamos” la vida. Y eso de que son el coste de la libertad y los derechos no se tiene en pie, porque, precisamente, los impuestos representan la violación de esa libertad y esos derechos, por definición.

Aarón Fluvial contempló a su interlocutor con infinito desdén y le dijo:

—Lo explica la teoría económica. Cuando las aportaciones para los bienes públicos se sostienen exclusivamente con aportaciones voluntarias, los incentivos para que alguien se aproveche de estos bienes públicos sin aportar a su mantenimiento son muy altos. Por eso las aportaciones son obligatorias. Así, tenemos el caso de las comunidades de vecinos, entidades privadas que recolectan, a través de contribuciones obligatorias, el dinero suficiente para el mantenimiento de los edificios o la calefacción central.

—El Estado no es una comunidad de vecinos, porque no te puedes marchar, y porque sus recursos no provienen de unos vecinos voluntarios sino de todos, a la fuerza. La idea de que los bienes públicos justifican de por sí la intervención es una fantasía, como demostró Ronald Coase.

—El promedio de ingresos fiscales en España se sitúa unos siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea —contraatacó el profeta progresista.

—¿Y por eso hay que crujir más a las trabajadoras? —replicó el reportero, sarcástico.

—Sorprende la defensa de las bajadas de impuestos compulsiva y demagoga de nuestros políticos. Si queremos tener servicios públicos noruegos, no podemos pagar impuestos panameños.

—Y desde luego, lo que nunca haremos es dejar que la gente elija…

—¡Vade retro, hereje!

Pauper Oikos decidió tenderle al profeta políticamente correcto una trampa saducea. Le enseñó el Decálogo, y le dijo:

—¿Has visto cuántos mandamientos hablan de respetar la propiedad privada y los contratos?

Aarón Fluvial apuntó en su agenda: “Volver al Sinaí a buscar otros”.