El capitalismo y el cerdo bonito

Hay mensajes antiliberales en la derecha y la izquierda. El intervencionismo parece disfrutar de una temporada de auge desde la Casa Blanca hasta la Moncloa. A casi nadie se le ocurre recomendar la libertad, e incluso padecemos la pleamar del dislate que asegura que nuestros problemas se deben a unos mercados excesivamente libres y a un capitalismo “neoliberal” cada vez menos regulado. El presidente del Gobierno ha proclamado que los males de la educación provienen de la enseñanza privada, y la vicepresidenta primera ha llegado incluso a asegurar que los médicos graduados en las universidades privadas no son fiables.

En vez de deprimirnos por esta ofensiva de “los socialistas de todos los partidos”, las mujeres y los hombres amigos de la libertad de empresa podríamos reconocer dos cosas. La primera es que esto es lo esperable: no es la primera vez que sucede y sin duda no será la última. Y la segunda cosa que conviene reconocer es que lo que está ocurriendo se explica porque el capitalismo tiene un viejo problema: el problema del cerdo bonito.

Hace unos años, el economista Michael Munger, profesor de la Universidad de Duke e investigador en el American Institute for Economic Research, publicó un artículo donde explicaba la cuestión.

En una feria de ganado se celebra un concurso de belleza para porcinos adultos. Finalmente solo hay dos candidatos. Se presenta el primer cerdo, y es tan feo que los jueces, horrorizados, le conceden automáticamente el premio de la belleza al segundo cerdo, sin siquiera mirarlo.

Esto tiene una larga tradición en economía, desde que la teoría neoclásica empezó su exitosa carrera de denuncias contra los “fallos del mercado”. Lo hizo sobre la base de identificar las virtudes de la economía libre con la competencia perfecta, que no existe en la realidad, con lo que resultaba sencillo identificar en el mercado abundantes fealdades e imperfecciones. El problema, subrayó el profesor Munger, estriba en que el Estado, que es el otro cerdo alternativo al mercado, no es objeto de inquisiciones análogamente punzantes, y muchos están dispuestos a otorgarle la primacía sin entrar en detalles.

De ahí vienen antiguas falacias, como la de juzgar al capitalismo por sus resultados y al socialismo por sus objetivos. Desde mediados del siglo XX, el pensamiento económico ha ido abordando esta limitación, gracias en particular a James Buchanan, Ronald Coase y sus discípulos. La recomendación obvia es, naturalmente, evitar idealizar ningún sistema, y hacer el esfuerzo de contemplarlos a todos en todos los casos prácticos. Igual así dejaríamos de condenar la libertad de empresa por ser fea, y de galardonar la belleza del poder sin observarlo de cerca.