El planeta finito

Este año se cumple medio siglo de la publicación de The Population Bomb,el libro de Paul R. Ehrlich, profesor de Biología de la Universidad de Stanford (no pensemos que solo aquí los profesores decimos gansadas), que pronosticó que cientos de millones de personas morirían de hambre en los años siguientes. Repitiendo errores de economistas muy distinguidos, como Thomas Robert Malthus sobre la población, o William Stanley Jevons sobre los recursos naturales no renovables, anunció que la explosión demográfica llevaría al colapso ecológico y la inanición.

Tuvo toda clase de distinciones y premios, y su visión fue considerada tan profunda como acertada.  La idea de la suma cero, venerable falacia económica, era anterior y siguió tan campante después, agitada por políticos, intelectuales, y las admiradas burocracias internacionales, siempre rindiendo culto a cualquier catástrofe que les permita justificar su existencia. Una y otra vez nos insisten en que el planeta es finito, y que existe el riesgo de agotar la “nave Tierra”. Con estas tonterías se propagaron vastas campañas anticonceptivas en todo el mundo, que llegaron a la brutalidad comunista de China, al forzar la cruel política de un solo hijo por mujer.

Ahora bien, como recuerda Marian L. Tupy, no todo el mundo se tragó el cuento. El profesor de Administración de Empresas de la Universidad de Maryland, Julian Simon, se atrevió a ir contra la corriente con su libro The Ultimate Resource, que sostuvo que la inteligencia humana es capaz de resolver la escasez y de aumentar la oferta de bienes. Tupy lo cita: “Lo que cuenta económicamente es tu mente, tanto o más que tu boca o tus manos. A largo plazo, el efecto más importante del crecimiento  y el tamaño de la población es la contribución de más personas a nuestro stock de conocimiento útil. Y esta contribución es lo suficientemente abultada en ese largo plazo como para superar todos los costes que involucra el crecimiento demográfico”.  La gente es el recurso.

Y Simon decidió apostar contra Ehrlich en 1980 sobre lo que iba a suceder en 1990. Le dijo a Ehrlich que seleccionara las materias primas que quisiera y Simon le apostaba a que su precio a diez años iba a bajar. Ehrlich eligió: cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno. La población creció en ese lapso en 873 millones de personas, pero las cinco materias primas se abarataron, al revés de lo que sostenían los alarmistas. Ehrlich debió pagar a Simon 576 dólares.

Marian Tupy observa que a pesar de eso, los seguidores de Ehrlich insisten en que tenía razón, cuando ningún dato estadístico lo avala: “Simon murió inesperadamente en 1998. Ehrlich, por su parte, sigue vivo y, a pesar de 50 años de pronósticos equivocados, su mensaje de una catástrofe inminente sigue resonando”.