Guerra contra los precios

Cuarenta siglos de experiencia, desde los sumerios hasta la dictadura chavista, y desde Diocleciano hasta Ada Colau, prueban que el control de los precios no funciona, fundamentalmente porque disminuye, o incluso desaparece, la oferta de aquellos bienes cuyos precios son intervenidos por el poder.

Y, sin embargo, el mercado libre tiene mala prensa, y muchos aplauden las medidas que lo restringen. A la denuncia de este error se dedican los 28 ensayos compilados por Ryan A. Bourne en el libro: The War on Prices. How popular misconceptions about inflation, prices, and value created bad policy, Washington DC, Cato Institute, 2024.

Lo primero que se hace es despejar la falacia del mensajero, es decir, la extendida creencia de que si suben los precios la culpa es del comerciante, del casero, del agricultor, de los salarios de los trabajadores o, el candidato habitual, los beneficios del codicioso capitalista. Ironiza Bourne: “Culpar a la codicia de la inflación es como culpar de los accidentes de aviones siniestrados a la ley de la gravedad”. La inflación es un fenómeno monetario, como ya sabían los escolásticos españoles del siglo XVI. Y la inflación en EE. UU. subió bastante antes de la invasión rusa a Ucrania, debido a las políticas monetarias expansivas.

Michael F. Cannon refuta uno de los mitos más extendidos de las últimas décadas, a saber, que el Estado no interviene en la sanidad en EE. UU., que viene a ser exclusivamente privada y desregulada, y de ahí sus grandes problemas, etc. Todo mentira. “Los precios fijados por el Estado, los precios mínimos y máximos, rigen en más de la mitad del gasto sanitario total en EE. UU., incluyendo prácticamente todas las primas de los seguros de salud”. La masiva intervención en los precios, los contratos, y a través del gasto público, tiene como efecto que los precios suban en vez de bajar.

Hay excelentes análisis de los efectos nocivos del control de los salarios y los beneficios, y de mercados variopintos, incluyendo el del agua en Los Ángeles –que hará que los cinéfilos evoquen la película Chinatown.

Los autores no divinizan el mercado, ni rechazan toda intervención política o legislativa, pero sí advierten de los riesgos de dicha intervención, de su mal funcionamiento y de sus efectos redistributivos, habitualmente hostiles a las personas más pobres.

Un último y desasosegante comentari. Si los disparates contra el mercado perduran tanto, igual tenemos alguna responsabilidad los economistas. Como recordó Samuel Gregg en Law & Liberty, si las medidas antiliberales son favoritas entre la izquierda y la derecha, igual ello tiene que ver con que la teoría de los precios, que fue central en la formación de todo economista, tiene ahora menos relevancia que antes.