Jiménez-Blanco y la España de los conversos

El presidente de la Bolsa de Madrid, David Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz, es, por supuesto, muy conocido en el mundo económico y financiero. Testimonio añadido de una personalidad rica y polifacética es su reciente libro sobre un destacado religioso español: Conversos. De Salomón Leví, rabino, a Pablo de Santa María, obispo. Una historia sobre nuestros orígenes, que publica Almuzara.

Nacido en Burgos en 1350 y muerto también allí en 1435, la peripecia del protagonista del libro es muy notable, y Jiménez-Blanco la repasa con gracia y destreza, acompañado por su amigo, Samuel Bengio, presidente de Yad Vashem España —institución israelí y centro mundial de conmemoración de la Shoá con sede en Jerusalén. El diálogo entre un cristiano y un hebreo simboliza lo que el autor quiere transmitir: la mezcla judeocristiana está en los orígenes de España.

No fue una mezcla apacible, desde luego, pero conviene entenderla en sí misma y en su contexto. De entrada, “1492 solo fue la culminación de un largo proceso de envenenamiento de la convivencia” entre cristianos y judíos, que había empezado cien años antes, precisamente en tiempos del rabino Salomón Leví. En 1391 se desencadenan los pogromos en Castilla y Aragón, y el libro se detiene especialmente en Sevilla y Valencia. Figura clave es Vicente Ferrer, que “algunos insensatos” involucran sin pruebas en la matanza valenciana. No fue un paralelo al matón antijudío, Ferrán Martínez, sino más bien al rabino/obispo. Salomón, en efecto, se convierte entonces, poco antes de cumplir los cuarenta, y veinte años después ya era obispo. Y, como él, los judíos en 1391 “iniciaron un proceso de conversión e inserción a gran escala en la sociedad cristiana”, con lo que solo una fracción de ellos se fueron en 1492.

Como Lorca, el autor tiene una mirada perceptiva y compasiva frente a los perdedores y los oprimidos, “los que tuvieron que callar y adaptarse a circunstancias difíciles”. Los conversos estuvieron a salvo al principio, “aunque pronto se vieran rodeados, en muchos casos, de sospechas respecto a la sinceridad de su conversión, cuando no de una creciente hostilidad”.

Mientras Jiménez-Blanco acompaña a Salomón/Pablo en una apasionante y viajera vida, subraya: “España no fue el país más intolerante de Europa, sino el último en devenir intolerante”.

El libro, por fin, subraya la gran diversidad de España debida a la conversión de los judíos. Siete siglos musulmanes dejaron más monumentos y más palabras aquí que los hebreos, “pero mucha menos sangre en nuestras venas”. En cambio, la conversión masiva y la mezcla fue tan intensa que hoy “quien sea antisemita en España tal vez no se odie a sí mismo, pero desde luego odia a parientes cercanos suyos”.