Hoy, cuando celebran las autoridades en Moscú el Día de la Victoria, quizá podamos recordar, con Solzhenitsyn, que un ruso auguró en el siglo XIX el totalitarismo comunista: Dostoyevski. Esa previsión es diáfana en su novela Los demonios, de 1872, y es fácil comprender por qué los jerarcas socialistas prohibieron su publicación durante décadas.
En una ciudad rusa de ficción un pequeño grupo de idealistas nihilistas planea la revolución social. Las nuevas ideas progresistas tienen éxito entre profesores, estudiantes, ricos, jóvenes, intelectuales, etc. Dice el narrador: “Es evidente que entre estas gentes nuevas se contaban muchos bribones, pero también había personas honradas”. Efectivamente, personas de bien cayeron entusiasmadas ante el benéfico cambio social, como Varvara Petrovna: “En la nueva sociedad, ya no habrá pobres de ninguna clase”.
El libro denuncia la frivolidad y complicidad de las clases altas. El torpe de Antonóvich cree realmente que el comunismo es una cuestión tan civilizada como la rivalidad entre tories y whigs; con razón el siniestro Piotr Stepánovich Verjovenski les dice a él y a Yulia, su arrogante mujer: “Ustedes nos despejan el camino y nos preparan el triunfo”. Pero el propio Piotr es hijo de Stepán Trofímovich Verjovenski, un inofensivo profesor que se limita a cultivar y extender las nuevas ideas sobre el progreso social. Y de eso va en realidad el libro: del papel terrible que cumplen las ideas revolucionarias, aparentemente impecables, pero que socavan los principios de una sociedad libre, justa, pacífica y próspera.
Los diversos personajes van desarrollando esas ideas progresistas, empezando por el “hombre nuevo”, consigna favorita de comunistas y de nazis, y terminando con el canto a la magia de la revolución: “los campesinos debían armarse con hoces y los que saliesen pobres por la mañana regresarían ricos por la noche. Cerrad inmediatamente las Iglesias. Aniquilad a Dios. Abolid los matrimonios. Suprimid el derecho de herencia. Apenas se deja instalar la familia o el amor, nace el ansia de propiedad. Nosotros acabaremos con esa ansia, y ahogaremos a los genios en el cascarón. Todos quedarán reducidos al mismo denominador: igualdad absoluta. Cada uno pertenece a todos, todos a cada uno. Todos los hombres son esclavos iguales en la esclavitud”.
Este paternalismo nihilista, amablemente utópico, que interpreta el liberalismo como la ausencia de normas y valores, que pretende sustituir la religión por el socialismo, presentado con bellos trazos sentimentales y apariencia de rigor científico –el narrador habla con espanto de la “semiciencia”–, desemboca en la violencia, ejercida inicialmente por un puñado de delirantes. Pero Dostoyevski anticipa con escalofriante precisión la cifra de víctimas con las que estos amigos de la igualdad regarían de sangre el planeta: cien millones.