Es habitual lamentar que la excelencia rehuya de la política, que parece el reino de los profesionalmente mediocres y los moralmente dudosos. Se trata de una queja infundada: la sociedad no precisa que a los gobiernos arriben sabios ni santos, sino personas cuya gestión esté limitada por los frenos y contrapesos del poder.
En el capítulo 10 de Camino de servidumbre, Hayek explica por qué el colectivismo promueve la carrera de los peores, y apunta que el poder creciente atrae a gente sin escrúpulos, solo fiel al que manda mientras resulte útil; gente dispuesta a mentir y a violar toda ética para lograr sus objetivos, a usar y manipular a las masas mediante la demagogia y la movilización, a silenciar a los críticos y a premiar siempre la fidelidad más que la competencia. Sus páginas eran inquietantes en 1944, y aún más hoy, porque la extension de la democracia no ha puesto freno a esas tendencias nocivas sino que las ha animado.
Sobre estas cuestiones ilustra The Best Man, un film de 1964, dirigido por Franklin J. Schaffner, con guion de Gore Vidal, sobre su propia pieza teatral de 1960. En Law & Liberty, el profesor Mark L. Movsesian, de la St. John’s University, sostuvo que es la mejor película política de todos los tiempos.
Versa sobre una convención partidaria en Estados Unidos, todo sugiere que se trata del Partido Demócrata, en la que dos candidatos, William Russell y Joe Cantwell, buscan lograr el respaldo del expresidente Art Hockstader. Quien parece ser el mejor individuo es el progresista Russell: “Rico, brillante, cosmopolita; despliega ingenio e integridad, especialmente comparado con los políticos al uso”. En cambio, Cantwell es “implacable, patoso y mediocre: su carrera se ha basado en una cruzada contra una conspiración comunista”.
Pero la realidad es más matizada, y ni Russell es realmente bueno ni Cantwell realmente malo. Cuanto más los vamos conociendo, más complejos resultan ellos dos, y también el expresidente. Aparece incluso un tercer candidato en discordia, un gobernador de un Estado pequeño, alguien del que casi nada se sabe.
No anticiparé el final, porque recomiendo ver la película, pero sí subrayaré que su mensaje, al revés de lo que podría parecer, es certero y profundamente liberal. En efecto, la clave de la libertad no estriba en las cualidades de los gobernantes sino en las instituciones que les pongan coto.
Por volver al principio, que nuestros politicos no sean ejemplares es en realidad una bendición. ¿Se imagina usted lo que sucedería si fueran unos genios impecables? Supongamos que todos fueran réplicas combinadas de Madame Curie y la Madre Teresa de Calcuta. Limitar sus atropellos sería aún más arduo que ahora.