Melville y la economía de las ballenas

Sabido es que la primera edición de Moby Dick, de 1851, fue un fracaso, y que la obra estaba descatalogada cuando Herman Melville murió, cuarenta años después. Su gran éxito sólo se produjo en el siglo XX, cuando varios célebres escritores anglosajones la saludaron como paradigma literario. Su escaso impacto inicial ha sido atribuido a su extensión y a la prolijidad y extensión de las páginas que dedica a describir la actividad marítima en general y ballenera en particular. Sospecho que el argumento puede ser válido para el presente y el pasado, aunque por razones distintas: hoy resultan tediosas, pero entonces quizá redundantes.

En su saludablemente incorrecto libro, Cuando el hierro era más caro que el oro, Alessandro Giraudo recuerda que lo que ahora nos parece una extraña aventura para una minoría de héroes o villanos, a mediados del siglo XIX era una importante, popular y conocida rama de la economía estadounidense (cf. http://bit.ly/2BPI8k1). El aceite de ballena era la quinta industria del país, cuya flota ballenera había pasado de 392 barcos en 1833 a 735 en 1846: Estados Unidos tenía más del 80 % de la flota mundial de balleneros. El puerto más importante era New Bedford, como reconoce Melville en el capítulo 2, donde el protagonista dice: “Como la mayor parte de los jóvenes candidatos a las penas y castigos de la pesca de la ballena se detienen en el mismo New Bedford, para embarcarse desde allí para su viaje, no está de más contar que, por mi parte, no tenía idea de hacerlo así. Pues mi ánimo estaba resuelto a no navegar sino en un barco de Nantucket, porque había un no sé qué de hermoso y turbulento en todo lo relacionado con esa antigua y famosa isla, que me era sorprendentemente grato”. En esa época New Bedford representaba el 20 % del sector, y sus habitantes disfrutaban de la mayor renta per cápita de la nación.

Se trataba por tanto de una rama muy conocida de la industria, y no es casualidad que Moby Dick apareciera entonces, cuando 15.000 ballenas eran cazadas cada año. El peligro de su extinción fue sorteado no por ninguna intervención política o legislativa sino por el descubrimiento de petróleo en Pensilvania, que brindó una alternativa mucho más barata que el aceite de ballena como combustible para la iluminación.

Eso también salvó los bosques: la deforestación era un peligro en esa época cuando, como recuerda Giraudo, se podían usar hasta 4.000 troncos para fabricar un solo barco.