Poder y corrupción

Con la corrupción progresista, lamentada por Warren Sánchez, el hombre que tiene todas las respuestas y exhibió todos los dolores, se cierra un círculo virtuoso en el que los enemigos de la libertad involuntariamente destacaron los vicios del poder y nos ilustraron sobre la necesidad de su limitación. De pronto, Acton. O, antes, Montesquieu. O, antes, Salamanca.

El kirchnerismo en mi Argentina natal recibió un varapalo crucial con la condena definitiva por corrupción de Cristina Fernández de Kirchner. Su reacción fue reveladora, porque la expresidenta, como informó El Mundo, culpó de todo a los jueces, calificando a los magistrados que la sentenciaron como de “tres monigotes”, que ni siquiera actuaron autónomamente, sino que respondieron a poderes ocultos, “mandos naturales” que están “por encima de ellos”.

Idéntica falacia paranoide esgrimió Irene Montero a propósito del procesamiento de Álvaro García Ortiz. Para la exministra y número dos de Podemos lo sucedido solo se explica porque la justicia está contaminada a tal extremo que allí anidan “golpistas” que mandan “aunque no gobiernen”. En ningún caso se trata de que el poder Ejecutivo incurra en delitos o faltas, sino que, en realidad, es víctima de una “guerra sucia” de sectores reaccionarios “atrincherados” en el Poder Judicial que osan frenar al Gobierno. Por ejemplo, afirmó Montero seriamente que la siniestra ley “solo sí es sí” benefició a los violadores no porque fuera catastrófica sino por una “ofensiva reaccionaria y machista” de los jueces.

Y el propio Warren remató la semana pasada esta luminosa carrera de inadvertidas confesiones alegando que acababa de enterarse de las hazañas de su íntimo, reveladoramente llamado Santos.

Fue todo tan ridículo que resultó patente el irremediable descrédito de Warren y sus secuaces, que subrayó EXPANSIÓN el viernes, y la vieja doctrina liberal se impuso por su propio peso.

En efecto, la idea fundamental del liberalismo, la limitación del poder, es antigua, y la señaló la Escuela de Salamanca en el siglo XVI. Francisco Suárez reconoció al pueblo como fuente del poder del Estado, que en realidad proviene de Dios, y es transferido por el pueblo al Gobierno, que nunca puede ejercerlo arbitrariamente y en aras de otro bien que no sea el común.

Montesquieu, por su parte, planteó la división de poderes por el mismo motivo, para contenerlos y garantizar así la libertad de la gente, porque si un solo hombre ejerciera los tres poderes “todo estaría perdido”.

Por fin, lo que dijo Lord Acton fue que el poder tiende a corromper. El poder, no el color del poder. El poder, no el poder de uno o de otro.

Dada la importancia de la religión en la mayoría de estas nociones, terminemos como corresponde, y digamos: Bendito sea Dios.