Secesión y votos

Un argumento que suelen esgrimir los soberanistas es que el pueblo les apoya. Si somos demócratas, ¿cómo oponerse a la voluntad popular? Ante esta afirmación, al parecer incuestionable, los no independentistas suelen recurrir a una réplica peligrosa, porque  dicen: los partidarios de la secesión no son la mayoría.

Y es verdad, las últimas elecciones en Cataluña probaron que los votos de los no independentistas superaron a los de los independentistas. Pero ¿y si algún día sucede lo contrario? ¿Bastaría la mitad más uno de los votos para segregar un territorio de la nación española? Los nacionalistas proclaman que por supuesto que sí. Y los no nacionalistas se encuentran ante la tesitura de alegar que el derecho de secesión no existe, y por tanto no se puede votar, o que requeriría una mayoría más abrumadora. Esta última opción, asimismo, es matizable, porque abre la cuestión de quiénes integran esa gran mayoría: si solo los del territorio que pretende separarse, o los de el país en su conjunto. E incluso en este caso cabría la discusión sobre cómo se conforman las mayorías. Arcadi Espada sostuvo: “Una constitución debería prohibir cualquier política secesionista que no incluyera el acuerdo de todos los ciudadanos que firmaron en su día el pacto constitucional”.

Simpatizo con la idea de haya ciertas cuestiones cuya relevancia exija grandes mayorías o incluso, como apunta Espada, la unanimidad. Lo malo del asunto es que la evolución de la democracia en el mundo ha ido recortando el ámbito de esas “ciertas cuestiones” a mínimos históricos. La cruda realidad es que la democracia ha llegado a significar que se puede votar cualquier cosa, y que la mayoría simple suele bastar para que cualquier cosa sea aprobada. De hecho, la expansión del Estado de bienestar y los recortes de los derechos y libertades de los ciudadanos no habrían podido producirse si las reglas democráticas fueran más estrictas a la hora de votar. Pero cada vez se puede votar cada vez más asuntos con cada vez menos restricciones.

Esta es la última prueba de que el crecimiento del propio Estado ha conspirado paradójicamente contra la unidad de la nación, y que esta unidad sería favorecida si se limitara el ámbito democrático que ha facilitado la expansión del Estado.